Creo que el principal problema con la sexualidad -o tal vez el único- es creer que hay un problema.
Creer que hay cosas que están mal. Que está mal desear o sentir magnetismo hacia ciertas personas. O que está mal no hacerlo, en determinados momentos, hacia ciertas otras.
Que está mal ser criaturas sexuadas, con deseo de ese encuentro íntimo y profundo que nos transforma hasta la médula. Que pensamos en eso demasiado, o demasiado poco. Que siempre tenemos ganas, o que nunca tenemos.
Que deberíamos estar más disponibles. Que está mal tener ganas de un encuentro salvaje, o de un encuentro más lento y sensible. No querer penetración, o quererla.
Creemos que está mal hablar de nuestra sexualidad. O hablar durante el encuentro sexual. Nombrar las cosas que nos gustan, y las que no. Pedir, y ser claros en ese pedido. Decir que no, cuando es no, cuando no queremos. O decir que sí, cuando es sí.
Que si nos expresamos honestamente, no vamos a agradar o atraer. Que se nos debería parar, que deberíamos durar más, que deberíamos poder sentir un orgasmo. O un orgasmo más intenso. O conectar más. O masturbarme más, o menos.
Siempre hay algo, algo que creemos que deberíamos ser y hacer distinto en relación a lo sexual. Siempre hay una
moral sexual. Incluso cuando nos creemos tan liberados, creamos una imagen de cómo es ser liberados en lo sexual, y ya quedamos presxs de esa imagen.
Y sin embargo, lo que es, es. De esa manera única y cambiante en cada quien.
Por eso, la base del Tantra es la inocencia. Suspender los juicios y la moral, para descubrir inocentemente nuestra singularidad. Nuestros deseos y placeres. Y también nuestras heridas y miedos. Ir aprendiendo a mostrarnos ante lxs otrxs con absolutamente todo lo que somos.
Ahí empieza la sexualidad sagrada, y ahí termina: en el encuentro total y pleno, de dos (o más) singularidades que se honran a sí mismas y se honran mutuamente, con absolutamente cada una de sus partes abriéndose en lo genuino del encuentro.