Por momentos me siento parte de una resistencia silenciosa.
¿Será que toda resistencia, a fin de cuentas, lo es?

Escucho en la radio a Steven Levitsky hablar sobre cómo Trump está oponiéndose lisa y llanamente a las universidades, considerándolas plataformas de desestabilización de sus políticas; lo mismo que el funcionamiento de los servicios de inteligencia de Milei frente a quienes puedan “erosionar la confianza” en sus políticas.

Los fascismos lo entendieron bien: la batalla es cultural.
Combate incesante frente a los emergentes relacionales que se van dando continuamente, por aquí y por allí; esos que priorizan el cuidado por sobre la confrontación, la cooperación por sobre la competencia.

Esos que reivindican posibilidades del amor
frente la institución generalizada del odio.

Me pregunto:
¿por qué la derecha actual necesita sí o sí del odio para funcionar?

No tengo una respuesta rápida ni clara. Nos dejo la pregunta picando, mejor.
Lo que es claro es que las figuras que hoy las representan son seres profundamente narcisistas e impulsivos: omnipotentes. Incapaces de niveles mínimos de empatía.

La batalla es cultural:
erosionarnos las capacidades empáticas
hasta convertirnos en autómatas individualizadxs.
Y lo vienen haciendo bastante bien.

Pero hay una resistencia silenciosa
cada vez que te miro a los ojos y que te hablo con franqueza,
cada vez que me entusiasmo jugando con mi hija y el tiempo se deforma en nuestras sonrisas,
cada vez que elijo el intento del amor
por sobre cualquier otro esquema posible.

Resistencia silenciosa cada vez que nos reunimos a celebrarnos cuerpos, celebrarnos tribu, celebrarnos misterio.
Cuando reparamos en las construcciones autoconfirmatorias que tanto tendemos a sostener
y nos abrimos a las intensidades del encuentro
dejándonos tocar por ese mundo totalmente otrx
que cada quien es
y abriéndonos a todo lo que emerge
en ese diálogo de diferencias
cuando soltamos a los jueces y a las víctimas que nos constituyen
y una curiosa y amable escucha impregna nuestros cuerpos.

Resistencia silenciosa cuando elegimos
contra todo pronóstico
explorarnos arte, siempre creándose en la danza con lo otro,
y no islas ensimismadas en su propia visión de vida.

La batalla es cultural:
erosionar la empatía y el erotismo de cuerpos encarnados
hasta que ya solo quede el frío mundo del Mercado, la competitividad y el riesgo siempre ahí de la ansiedad y la depresión inevitables de un mundo distante y sinsentido
o cultivar la empatía y el erotismo de cuerpos encarnados
reconociéndonos aprendices continuos del amor y del misterio de existir,
revelándosenos la belleza que cada encuentro nos ofrece
cuando el corazón se vuelve territorio fértil
para las fuerzas de lo vivo.

Hay una resistencia
a veces silenciosa
a veces a los gritos:
hay una resistencia
en esta batalla cultural.

La nombro
para que siga creciendo
un poquito más
cada vez.

Casa Volcán
y mi familia, mi hija y mi compañera,
y mis amigues
y mis colegas
son para mí
los tejidos vivos de esta resistencia.