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Les voy a contar algo de uno de los momentos más oscuros de mi vida.
En ese momento vivía en lo de mi viejo, un primer piso por escalera de uno de esos edificios viejos con pocos departamentos. Ya había anochecido. Pero yo no prendí la luz del pasillo.

Creía que tenía que, en cada paso, intentar generar el menor impacto posible. Creía, en algún punto, que mi existencia contaminaba a cada paso.

Ahí estaba, en el pasillo, intentando encajar la llave en la cerradura, a oscuras, cuando me asaltó el pensamiento que me obligó a dar un giro urgente -un giro que pocos meses después me llevaría al Tantra.

Pensé: “el mejor aporte que le podría hacer a la vida es no existir”.

Quiero que entendamos esto: no lo sentí en ese momento un impulso suicida. No vino desde un querer morirme, querer que algo se acabe. Vino desde un impulso que en el momento sentí ecológico. Si mi existencia está constantemente generando un impacto negativo medioambiental, lo mejor que puedo hacer es dejar de existir.

El problema es que detrás de este pensamiento -muy coherente en un joven de 21 años, fanático de Pink Floyd y de Alejandra Pizarnik, músico, poeta, estudiante de filosofía, vegano y antisistema… criado en un mundo patriarcal- había un gran desajuste.

¿Qué tiene que ver acá el patriarcado?
Todo.

Tiene que ver que, en el modo de percibir patriarcal, solo existen la guerra y la conquista.
La guerra acá, era una guerra contra mí mismo. El fundamento de este pensamiento era creer que mi existencia no tenía nada vital y maravilloso que aportar al despliegue de lo vivo.

¿Ahora tal vez algo te suena?
Sentir, de vez en cuando, el sinsentido de absolutamente todo.
Principalmente de estar existiendo. De la existencia toda, y en concreto de la propia existencia.

Lo entiendo. Entiendo que si nacimos para la guerra, la vida tiene bastante poco sentido. Es un bajón, en verdad, creer que nacimos para la guerra.
Es un bajón querer ver algo en Netflix o en Amazon o en la que sea que no tenga que ver con un combate, con una serie de cuestiones a resolver… y descubrir que ese contenido es casi inexistente. Que lo único que sabemos hacer es reflejar esta mirada de constantes antagonismos.

Luchas entre el bien y el mal, entre diferentes deseos, entre varones y mujeres, entre empresarixs, entre guerreros… siempre luchas.

Pero volvamos: hoy sí prendo las luces que hagan falta.

¿Qué cambió en el camino?

Cambió cómo me percibo, porque cambió bastante cómo percibo en sí.
No es que dejé de percibir en términos de antagonismos, luchas y conquistas, ni ahí.
Pero otra percepción viene brotando en mí y viviéndose con cada vez más potencia los últimos 10 años.

En esta percepción, cada unx de nosotrxs tiene algo único, absolutamente valioso y absolutamente necesario que aportar a la trama de lo vivo, a este despliegue infinitamente creador.

El tema es que para desplegar esta magia singular, necesitamos ecosistemas propicios. Como cualquier semilla. Una semilla contiene en sí toda la belleza de sus flores, todos los sabores de sus frutos. Pero necesita un ecosistema nutricio para poder desplegarse hasta manifestarlos. Hay muchísimas semillas que nunca lo encuentran.

Una semilla en un ecosistema no propicio puede creer que su existencia no tiene sentido. Y si le sumáramos movimiento, creería que solo existe para destruir, para contaminar… lo que les contaba hace un rato.

Pero si esa misma semilla recibe el agua, el sol, los nutrientes, el oxígeno y el dióxido de carbono que necesita… va a desplegar esa geometría singular que trae inscripta.

Va a poder manifestar su propósito.

Creo que cada unx de nosotrxs es como esa semilla:
contenemos desde el nacimiento la belleza de nuestras flores, los indescriptibles sabores de nuestros frutos singulares.

Pero nacemos en ecosistemas donde eso no se puede desplegar.

Lo único que necesitamos es el ecosistema propicio.

Entonces, empezamos a vislumbrar eso que nos apasiona, eso que nos conmueve, eso que nos inspira, eso que nos duele, eso que nos enoja, del mundo en el que vivimos.
Y de todo eso, algo se empieza a gestar.

El propósito es eso que surge del vínculo único entre lo singular en cada quién, y lo singular del entorno en el que vive.

Y surge cuando hay espacio para que surja.

Espacio que requiere de una mente, de un corazón y de una acción abierta.

Una mente abierta, capaz de ver lo que nos rodea y lo que vive en nuestro interior, con inocencia y curiosidad.
Un corazón abierto, listo para con-moverse en eso que percibe.
Un corazón que pueda sentir, empatizar, enojarse, inspirarse, emocionarse.
Un corazón que se deja afectar por el entorno.

Y entonces, el tercer elemento: la acción abierta.
Estar listxs para que, de eso que percibimos con la mente abierta, de eso que sentimos con el corazón abierto, surja una acción. Una danza posible.

Una danza donde se manifiesta precisamente este propósito:
esto que tenemos para aportar a la totalidad.

Y no hace falta que sea un montón, no hace falta esa cosa épica de creer que vamos a cambiar el mundo.

A veces, una lágrima o una sonrisa, en el momento y lugar justo, son la manifestación más potente de nuestro propósito vital.

Lo importante es, desde una mente abierta, primero abrirnos a la posibilidad de que sí, que tenemos algo valioso que aportar a la trama de lo vivo.

Desde el corazón abierto, resonante, vibrante, descubrir nuestro aporte.

Y desde una acción abierta… empezar a desplegarlo.

Esa vez en el pasillo terminé abriendo la puerta a oscuras.
Hoy prefiero, muchas veces, prender la luz.
Aunque a veces me sigue divirtiendo jugar a moverme en la oscuridad
-que también la siento parte del ecosistema necesario para mi despliegue.

 

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