El cuerpo natural parece contener todas las respuestas que venimos tan arduamente buscando en la mente. Es que es justamente la ausencia de contacto corporal lo que nos lleva a tejer una mente voraz y obsesiva, incapaz de abrirse a lo que es.
Somos parte de un movimiento-humanidad que viene desplegándose hace miles y miles de años. Los aprendizajes que vamos haciendo son surcos que viajan en el inconsciente colectivo y se encarnan en cada singularidad. No es que nace el nene-objeto y sobre él los adultos-sujetos depositan información que lo “condiciona”. El movimiento-humanidad sucede y, dentro de él, nacen y mueren células-singularidades.
En los últimos cinco mil años aproximadamente, según considera hoy la antropología, asistimos al nacimiento y el asentamiento de eso que actualmente llamamos “patriarcado”. Basado en la lógica de una mente guerrera-tecnológica, se impuso esta modalidad como civilización.
¿Qué es una mente guerrero-tecnológica? Es aquella cualidad del pensamiento asociada hoy en día al hemisferio izquierdo, que ve la realidad a partir de categorías fijas, que percibe lo universal en lugar de lo singular, y que ve en términos de falta, de aquello que necesita ser modificado. Provoca, además, constantes antagonismos. Siempre es esto o aquello otro. Antagonismos que, además, se oponen jerárquicamente (superiores e inferiores, buenos y malos, etc).
Este tipo de pensamiento fue muy útil hace miles de años, cuando necesitábamos transformar la piedra en punta de lanza. Fue la clave de nuestra supervivencia como especie. Pero hoy ya sobrevivimos. Y el tema es que llevamos este mismo pensamiento al vínculo, a nosotrxs mismxs y a la vida. Después de 70000 años de evolución como especie, la inteligencia tecnológica se impuso por sobre lo que Eugenio Carutti llama inteligencia vincular -que es la cualidad receptiva de la mente, la que se abre a la información que es. A vincularnos como singularidades igualmente válidas. Somos expertos en inteligencia tecnológica, y totalmente inexpertos en inteligencia vincular. Y al trasladar la inteligencia tecnológica al vínculo y a nosotrxs mismxs, nos ponemos en contra de nuestra naturaleza. Siempre deberíamos ser lo que no somos -porque somos como piedras que deberían ser puntas de lanza. Nunca estamos de acuerdo a las expectativas, a los ideales.
En el desarrollo exacerbado de la inteligencia tecnológica, aprendimos a percibirnos a nosotrxs mismxs y a lxs otrxs como meras máquinas. Debemos corresponder a ciertas pautas lógicas y lineales. Debemos estar siempre disponibles para producir y consumir. Debemos ser predecibles.
En el medio de este despliegue patriarcal del movimiento-humano, dimos con la moral. En un comienzo, dice Claudio Naranjo, podríamos pensar la moral como la ética de la virtud, más similar a la que existía en los politeísmos. Un ejemplo de ética de la virtud es el Tao Te King. Tao significa algo así como ley universal, camino del cosmos. Te significa, precisamente, algo así como virtud. King significa libro. Es decir que el mismo título de esta increíble obra milenaria de Lao Tsé, define la virtud como el arte de estar en resonancia con la ley universal, de movernos junto al camino del cosmos. Pero con el tiempo, la ética de la virtud se transformó en la moralidad compulsiva, como la llamó Willhelm Reich.
Esta última hace referencia a una moral de corte universal. El bien y el mal se institucionalizan y se universalizan. Todxs debemos responder a una misma ley. Esto contradice lo que podríamos llamar la homeostasis natural, el proceso por el cual un organismo se regula espontáneamente frente al constante desbalance del entorno. La autorregulación organísima es un proceso apoyado en el placer, mientras que la moral se basa en el deber. Una regulación de tipo moral requiere que abandonemos nuestros deseos y necesidades singulares en cada momento, que desestimemos el placer como fuente de vida. Su mecanismo es la represión. Se basa en oponer la cultura a lo natural en nosotrxs, asumiendo que esto natural es inevitablemente destructivo, negativo. De este modo, vivimos reprimiendo eso que vamos necesitando y aprendemos, en lo más profundo de nuestras células, a estar en contra de la naturaleza, tanto externa como interna. En contra de aquello que es natural en nosotrxs. En contra de nuestra naturaleza animal y de nuestra naturaleza humana. Vivimos enajenados en la comparación y en la competencia. Entre aquellxs que tienen éxito en responder a la moral, al ideal de la civilización, y aquellxs que no. La competencia y la comparación son otra forma en que se expresa este estar en nuestra contra. Y así somos educadxs, básicamente. Para responder a la autoridad – ley externa y universal, y para competir con nuestros pares a ver quién responde mejor a eso -o quien se revela mejor, que es lo mismo. No hay educación en la escucha de nuestra singularidad, no hay consciencia emocional. Solo hay domesticación, adiestramiento.
Por eso Nietzsche, quien tanto investigó la moral en su genealogía de la moral, nos llama la atención acerca de la necesidad de reconectar con nuestra naturaleza dionisíaca, aquella más ligada a lo silvestre, lo salvaje, lo natural.
Esta es la propuesta que el Tantra siempre sostuvo, desde sus comienzos y luego en la marginalidad de la cultura guerrera-patriarcal: reconectar con la inteligencia de nuestro ser-corporalidad y movernos junto a los ritmos de la naturaleza. Algo que la moral viene impidiendo al intentar universalizar toda experiencia, meter todo en un mismo molde.
En este sentido, bien y mal en el Tantra son relativos, son simplemente aquello que colabora a satisfacer la necesidad del organismo en un momento dado, aquello que nace de una escucha profunda del deseo -que es algo así como nuestra comunicación con el deseo del Cosmos.
¡Qué terror al caos total que nos aparece cuando nos proponemos simplemente movernos de acuerdo a lo que es! Porque venimos contándonos que la única manera de que una civilización funcione es a base de la represión, la vigilancia y el castigo -sea visible o invisible. Sea dicho por San Agustín, por Hobbes o por Freud, la tesis parece ser la misma: reprimamos la pulsión para poder socializar. Porque hace muchos años que perdimos el contacto con el saber de lo vivo que reside en el cuerpo, con la inteligencia del cuerpo. Es por eso que ahí empieza todo: en una escucha sensible de nuestro ser-corporalidad. Ahí, placer y amor son el mismo proceso, ligado simplemente a movernos junto al movimiento de la vida en nosotrxs.
El problema es que la represión engendra descargas desequilibradas, colapsos. Tarde o temprano la autorregulación aparece, pero cuanto más tiré de la cuerda en una dirección, más me iré al otro extremo. Por ejemplo, si reprimo la agresividad -cualidad necesaria de nuestro ser-en-el-mundo-, cuando la expreso será en forma de violencia desmedida. Eso que podría haber sido un simple suspiro o descarga con las manos en un momento, o la fuerza para poner un límite necesario o para superar un obstáculo, se transforma en un golpe a otra persona, un insulto o, en casos extremos, en una muerte Todos esos que se les dice pecados capitales solo pueden sobrevenir a partir de la no-escucha y el no-amor hacia nosotrxs mismxs. Solo puede suceder en cuerpos castrados, reprimidos. Y nadie dice que algunx de nosotrxs haya escapado totalmente de esto. Porque somos parte de este movimiento-humano cuya consigna viene siendo la de esta moral represiva. Por eso acá estamos, desandando lentamente este camino, descubriendo la posibilidad de confiar en la autorregulación de nuestro ser-organismo-consciente. Como dice aquel maestro Zen cuando un discípulo le pregunta qué es la iluminación y él responde comer cuando tenés hambre, dormir cuando tenés sueño. Esto sería perfectamente aplicable al Tantra, al Tao, a cualquier camino que proponga un regreso a este pulso natural y espontáneo. Lejos del caos que solemos creer alrededor de esto, solo implicaría dejar de estar en contra de la naturaleza adentro y afuera, y empezar a estar a favor. Priorizando la escucha de cada singularidad en la actualidad por sobre una supuesta ley universal a la cual someternos. La ley de la vida es el movimiento y la singularidad. Nada que ver con las tablas de Moisés ni los Yama y NiYama.Y sí, puede que para ciertos valores morales que vienen negando el placer, resentidos principalmente con el cuerpo-de-lo-femenino hace tantos milenios, la jugosa moral del cuerpo, basada principalmente en nuestra capacidad de contacto placentero con la vida, le resulte insoportable. Y algo de este pensamiento vive en cada unx de nosotrxs. El proceso de desandar el autoritarismo interior es lento. Y la única revolución real en este sistema patriarcal interno es la presencia gozosa, un movernos en contacto con nuestras necesidades y con nuestros recursos para satisfacerlas. Así de simple, así de complejo. Estar presentes, con el permiso de sentir lo que vamos sintiendo, de ser lo que vamos siendo, de darnos y pedir aquello que necesitamos, y de abrirnos a la creatividad en el contacto directo con cada vínculo y cada acontecimiento que nos va transformando. Aprendiendo a movernos junto al movimiento de la vida.